Como todos los años, el mundo
celebra el cambio de año, como si se tratase de un hecho con dimensiones
trascendentales para la vida personal de cada uno y para la colectividad.
Incluso administraciones públicas
se preocupan en proporcionar fiestas, principalmente las relacionadas a las
quemas de fuego de artificio. Habiendo poca gente que critica el uso del erario
en ellas.
La búsqueda por lo nuevo impulsa
a que muchas personas hagan del pasaje de año un verdadero ritual, donde para
muchos no faltan las obligaciones a nivel de atuendo, como ponerse ropas de
determinados colores, y de lo que comer o beber, entre muchas otras.
Pero es evidente que la
naturaleza de los acontecimientos no le hace ningún caso al calendario. El
desdén con el que esta mira a los pasajes de año contrasta con la expectativa que
la gente crea en torno de ellos.
Los festejos de fin de año nos
enseñan mucho de lo potente que es el efecto manada, momento en que uno
participa acríticamente de algo solo por el hecho de que los demás también
participan. Y esto ocurre con independencia de sexo, creencia o no creencia
religiosa, o clase social.
Ojo, nada tengo en contra de los
balances y retrospectivas en términos mediáticos del año que acaba y de los
pronósticos del año que se avecina. Al fin y al cabo, los años sirven como
jalones. Es por medio de los años (aunque más por los conjuntos de los años, décadas
y siglos) que evaluamos evoluciones o involuciones.
El gran problema es ver a los
años como si estos tuviesen una vida propia, que condicionan la vida de la
gente. Cuando, en realidad, en el fondo, nada más son que una “fabricación”
humana.
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